Este lunes 27 de abril celebramos en todos los colegios de las Hijas de Jesús el 90 aniversario de la muerte de Antoñita Bandrés, beata de las Hijas de Jesús, un modelo de vida cristiana que se propone a los jóvenes de todos los tiempos. En este blog también nos unimos a la fiesta.
¡¡¡FELICIDADES ANTOÑITA!!! HACE AHORA 90 AÑOS justamente, que te fuiste al cielo. Te fuiste y, en cierto modo, te quedaste. No sólo porque te tenemos en las clases, junto a la Madre Cándida, sino porque sabemos que, de algún modo, estás con nosotros; nos miras porque te importamos y, aunque no nos demos mucha cuenta, tú estás ahí, echándonos una mano.
Naciste en Tolosa (Guipúzcoa) el 6 de marzo de 1898, en una familia cristiana y numerosa porque fuiste la segunda de 15 hermanos, aunque alguno de ellos murió siendo pequeño. El cariño de tus padres y de tus hermanos te hizo siempre inmensamente feliz.
Dicen que no naciste santa. De pequeña tuviste problemas de salud y como cualquier niño buscabas mimos, tenías tus caprichos y hasta te cogías alguna rabieta que otra. A los 8 años ibas ya con tus hermanas al colegio de las Hijas de Jesús. Conociste personalmente a la Madre Cándida y se te quedó bien grabado su rostro y aquellas palabras que sin entender entonces, te dijo: “Tú, Antoñita, serás Hija de Jesús”.
Fuiste creciendo en todos los sentidos. Dada tu gran sensibilidad y fuerza de voluntad, aprendiste poco a poco a olvidarte de ti para entregarte, contenta, a los demás. Qué habilidad tenías para organizar obras de teatro, ayudar a las sirvientas en casa, dar catequesis a los pequeños, trabajar con las obreras del sindicato o ayudar a personas pobres del barrio. El motivo de todo era “agradar a Jesús” y cuanto más vivías tu amor a Dios más sentido tenía entregar la vida a los demás. Claro que te costaba muchísimo dejar a los tuyos. Cuanto más se quiere a las personas y uno se siente querido, más cuesta dejarlas. Sólo Jesús podía pedirte tal sacrificio... Tenías entonces 17 años. La llamada de Jesús a seguirle era cada vez más clara. Y tu respuesta, también.
Hay vivencias que jamás se olvidan. Tú contaste algunas veces que estando en el colegio, para despedirte de las monjas, agarrada a la barandilla de una escalera, no eras capaz de arrancar; y tu padre, viendo tu lucha interior, te dijo: Antoñita: al tren o a casa. Sin pensarlo más, muy firme, respondiste: Al tren papá. Era el 6 de diciembre de 1915, fecha en que fuiste a Salamanca para empezar el Noviciado. Quién te iba a decir que te costaría tanto adaptarte a la nueva vida... y a la vez nadie te lo notaba. Tú sabías sufrir en silencio, sabías aliviar el trabajo de otras, con naturalidad, eligiendo para ti el más costoso. ¿Por qué lo hacías? Por amor, no hay otra razón. Por amor a Jesús y a los hermanos. Él permitió que tu oración fuera “seca”, sin sentir nada especial. No importaba; no habías venido a buscar los consuelos del Señor sino al Señor de los consuelos, y seguías adelante. Ese mismo amor te ayudaba a ser fiel en medio de la prueba, a mantenerte en la oscuridad de la fe.
El 31 de mayo de 1918 hiciste tus primeros votos en medio de una alegría serena y profunda. En tu corazón estaba el deseo humilde hecho petición: Quiero ser “verdadera Hija de Jesús”. Esto significaba obedecer con prontitud a lo que las superioras te mandaban: aprender a tocar el piano, estudiar francés, dar clase a los párvulos... lo importante no era que aquello te gustase más o menos, sino que se trataba de hacer la voluntad de Dios que así se manifestaba. Tu afán era prepararte lo mejor posible para el apostolado, para hacer el bien, bien. Soñabas con ir a misiones y hacer muchas cosas por los demás. Un día hablando con tu hermana Natalia, también religiosa Hija de Jesús, junto al pozo que había en el claustro del Noviciado, le dijiste convencida: “Tú regarás las flores pero yo te daré el agua”. ¿Tenías ya el presentimiento de que morirías pronto? No sé, el caso es que al poco tiempo, el día de reyes, sentiste en tu corazón que Jesús te pedía la vida y tú, costándote pero con paz, consentiste. Fue otra fecha especial. Este sí con acento –nuevo- que generosamente dabas, marcaba el final de tu vida en la tierra. En aquella ofrenda especial pediste la conversión a la fe de un tío tuyo. Y así fue.
Tenías 20 años, toda una vida por delante... Pero, a partir de ese momento empezaste a sentirte mal, con dolores intensos y sed. Sensación de fuego en las entrañas. Un problema intestinal grave te retiene en cama durante pocos meses. Los médicos hacían todo lo posible por curarte pero tú bien sabías de qué se trataba. Lo tuyo no tenía remedio. Tu lugar era el cielo. Y todo sin perder la paz y para entonces, recuperada la alegría. “Muero muy contenta. Decía a su hermana Natalia en el lecho de muerte- Estoy rebosando de consuelo. No puedo gozar más. La Virgen está a mi lado, la siento... Jesús me ama y yo lo amo. Que nadie sufra por mí” El doctor Villalobos que la atendía en la enfermedad estaba impresionadísimo de la entereza de Antoñita. Con un “hasta mañana” se despedía de la joven religiosa, angustiado, mientras ella risueña le contestó: “hasta el cielo. Velaré por usted, por su mujer y por sus hijos...” Consciente de que su fin estaba ya muy próximo, pidió recibir el sacramento de la unción y permiso especial para hacer los últimos votos. Los hizo. Después, recitando una oración a la Virgen, antes de terminarla, murió. Recién cumplidos los 21 años, el 27 de abril de 1919, fiesta de la Virgen de Montserrat Antoñita entraba en el cielo.
90 años después, todos tus amigos –que sé que tienes amigos en el mundo entero- te felicitamos y contamos con tu protección y ayuda.
Naciste en Tolosa (Guipúzcoa) el 6 de marzo de 1898, en una familia cristiana y numerosa porque fuiste la segunda de 15 hermanos, aunque alguno de ellos murió siendo pequeño. El cariño de tus padres y de tus hermanos te hizo siempre inmensamente feliz.
Dicen que no naciste santa. De pequeña tuviste problemas de salud y como cualquier niño buscabas mimos, tenías tus caprichos y hasta te cogías alguna rabieta que otra. A los 8 años ibas ya con tus hermanas al colegio de las Hijas de Jesús. Conociste personalmente a la Madre Cándida y se te quedó bien grabado su rostro y aquellas palabras que sin entender entonces, te dijo: “Tú, Antoñita, serás Hija de Jesús”.
Fuiste creciendo en todos los sentidos. Dada tu gran sensibilidad y fuerza de voluntad, aprendiste poco a poco a olvidarte de ti para entregarte, contenta, a los demás. Qué habilidad tenías para organizar obras de teatro, ayudar a las sirvientas en casa, dar catequesis a los pequeños, trabajar con las obreras del sindicato o ayudar a personas pobres del barrio. El motivo de todo era “agradar a Jesús” y cuanto más vivías tu amor a Dios más sentido tenía entregar la vida a los demás. Claro que te costaba muchísimo dejar a los tuyos. Cuanto más se quiere a las personas y uno se siente querido, más cuesta dejarlas. Sólo Jesús podía pedirte tal sacrificio... Tenías entonces 17 años. La llamada de Jesús a seguirle era cada vez más clara. Y tu respuesta, también.
Hay vivencias que jamás se olvidan. Tú contaste algunas veces que estando en el colegio, para despedirte de las monjas, agarrada a la barandilla de una escalera, no eras capaz de arrancar; y tu padre, viendo tu lucha interior, te dijo: Antoñita: al tren o a casa. Sin pensarlo más, muy firme, respondiste: Al tren papá. Era el 6 de diciembre de 1915, fecha en que fuiste a Salamanca para empezar el Noviciado. Quién te iba a decir que te costaría tanto adaptarte a la nueva vida... y a la vez nadie te lo notaba. Tú sabías sufrir en silencio, sabías aliviar el trabajo de otras, con naturalidad, eligiendo para ti el más costoso. ¿Por qué lo hacías? Por amor, no hay otra razón. Por amor a Jesús y a los hermanos. Él permitió que tu oración fuera “seca”, sin sentir nada especial. No importaba; no habías venido a buscar los consuelos del Señor sino al Señor de los consuelos, y seguías adelante. Ese mismo amor te ayudaba a ser fiel en medio de la prueba, a mantenerte en la oscuridad de la fe.
El 31 de mayo de 1918 hiciste tus primeros votos en medio de una alegría serena y profunda. En tu corazón estaba el deseo humilde hecho petición: Quiero ser “verdadera Hija de Jesús”. Esto significaba obedecer con prontitud a lo que las superioras te mandaban: aprender a tocar el piano, estudiar francés, dar clase a los párvulos... lo importante no era que aquello te gustase más o menos, sino que se trataba de hacer la voluntad de Dios que así se manifestaba. Tu afán era prepararte lo mejor posible para el apostolado, para hacer el bien, bien. Soñabas con ir a misiones y hacer muchas cosas por los demás. Un día hablando con tu hermana Natalia, también religiosa Hija de Jesús, junto al pozo que había en el claustro del Noviciado, le dijiste convencida: “Tú regarás las flores pero yo te daré el agua”. ¿Tenías ya el presentimiento de que morirías pronto? No sé, el caso es que al poco tiempo, el día de reyes, sentiste en tu corazón que Jesús te pedía la vida y tú, costándote pero con paz, consentiste. Fue otra fecha especial. Este sí con acento –nuevo- que generosamente dabas, marcaba el final de tu vida en la tierra. En aquella ofrenda especial pediste la conversión a la fe de un tío tuyo. Y así fue.
Tenías 20 años, toda una vida por delante... Pero, a partir de ese momento empezaste a sentirte mal, con dolores intensos y sed. Sensación de fuego en las entrañas. Un problema intestinal grave te retiene en cama durante pocos meses. Los médicos hacían todo lo posible por curarte pero tú bien sabías de qué se trataba. Lo tuyo no tenía remedio. Tu lugar era el cielo. Y todo sin perder la paz y para entonces, recuperada la alegría. “Muero muy contenta. Decía a su hermana Natalia en el lecho de muerte- Estoy rebosando de consuelo. No puedo gozar más. La Virgen está a mi lado, la siento... Jesús me ama y yo lo amo. Que nadie sufra por mí” El doctor Villalobos que la atendía en la enfermedad estaba impresionadísimo de la entereza de Antoñita. Con un “hasta mañana” se despedía de la joven religiosa, angustiado, mientras ella risueña le contestó: “hasta el cielo. Velaré por usted, por su mujer y por sus hijos...” Consciente de que su fin estaba ya muy próximo, pidió recibir el sacramento de la unción y permiso especial para hacer los últimos votos. Los hizo. Después, recitando una oración a la Virgen, antes de terminarla, murió. Recién cumplidos los 21 años, el 27 de abril de 1919, fiesta de la Virgen de Montserrat Antoñita entraba en el cielo.
90 años después, todos tus amigos –que sé que tienes amigos en el mundo entero- te felicitamos y contamos con tu protección y ayuda.
Gracias Antoñita.
Por Julia Martín
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